24 de marzo: La herida que no cesa

Por Clarisa Ercolano, editora asociada

Todos los 24 de marzo me pasa lo mismo. Siento angustia y si bien nací en el 81, el dolor de lo que fue el inicio de la etapa más cruel de la historia reciente, se me hace carne. Puedo incluso sentir lo que siente mi vieja, que todavía hoy, a tantos años, nunca quiere contarme demasiados detalles de lo que le tocó vivir y entonces, no me queda otra que ir juntando piezas, como si se tratara de un rompecabezas gigante y caótico.

El año pasado, encontré en mi casa de San Jorge, cartas que le mandaban mis abuelos. En esas letras tipeadas en la inefable Olivetti, se notaba el miedo. Mi abuela preguntaba como estaba, si había llegado bien y pedía a Dios que no le pasara nada. Es que mi madre, se fue a Uruguay, se tuvo que ir a Uruguay cuando aparecieron los milicos. Y en un mundo sin celulares y con pocos teléfonos, las noticias demoraban en llegar. Y la angustia crecía como hiedra venenosa.

Mi vieja fue una chica UES, mas tarde estuvo en la JP que como dice, ahora solo les dejó la P porque de jóvenes… bueno mejor no hacer cuentas. Después, empezó a trabajar en grupos de alfabetizadores que usaban los postulados de Paulo Freire para educar en barrios y villas a chicos de 10 años que no sabían leer. Su hermano, o sea mi tío, ya trabajaba con Ortega Peña y Luis Duhalde en el semanario «Compañero». El se tuvo que ir antes, vía embajada de México. Ella, apenas juntada con mi viejo, recibió el aviso. Su hermano le dijo que había hablado con alguien y que era mejor que se fuera.

Mi viejo no lo dudó y se la llevó de un saque. De algún modo, puede decirse que la vieja se salvó. Pero al día de hoy, la veo llorar a veces, me dice “nosotros queríamos cambiar el mundo”. Ese llanto es impotencia. Esas lágrimas son al día de hoy preguntas sin respuesta.

Yo pienso en esto cada 24. Me jode, me duele. Un 24 en que me fui a la plaza a eso de las 5 de la tarde; sola, como voy siempre, porque pedir justicia es un acto moral, ni siquiera es un acto político. Ese 24, caminando en silencio, la llamo a ella por el celular y le pongo un rato el “ruido ambiente”. Ella no me dice nada. Me da las gracias. Y al rato putea. Y después llora de nuevo.

Yo sigo mi camino, haciendo de cuenta que también camino con ella. Sintiendo que tengo la obligación de cerrar pedazos de su historia. Aunque más no sea caminando en silencio. Aunque mas no sea siendo parte. Aunque mas no sea diciéndole, “vieja yo fui por vos”; yo estuve ahí; pidiendo que se termine de hacer justicia para que la herida no nos chorree más a todos encima.

Ser una hija del exilio es una herida que no cesa como escribí por primera vez en una revista cuando me pidieron mi enfoque personal. Pienso lo mismo en esta, la segunda vez en la que escribo desde esa Clarisa Ercolano que nació en Montevideo porque acá no podía nacer.

Recién pasados los 20, una ex jefa del diario La Capital me confesó en plena fiesta de Colectividades que había sido presa política y me dijo que había cosas que nunca iba a saber y que mi mamá no podía contarme porque el dolor ganaba.


Se que nací en Uruguay porque acá no se podía
Que aprendí la marcha antes que el himno
Que cuando fue Semana Santa mi vieja vio milicos y planeó rajarse de nuevo
Que tengo libros subrayados por Ortega Peña y que mi abuelo laburó con Papaleo y recopiló con la JP regional la palinsestia popular en plena dictadura
Se que una vez en la aduana tuve que firmar con un dedo que no era parte de un grupo subversivo
Se que el hermano de mi vieja se exilió vía México y que no puedo decirle tío porque culpa a mi abuelo de «lo que le pasó» y entonces no me habla
Se que mi vieja se cuestiona el exilio y la vuelta a Argentina cuando siente que «nena vos estás para cosas mejores» y ve que el chupamedismo y el revoleo pueden más que ese «cultivate, estudiá y formate» con el que siempre me machacó
Se que esa herida que no cesa duele más solo porque atrás hay otra mujer sola y viuda y no hay un varón. Padre tuve, pero la vida me lo dejó apenas 11 años. Se que si yo fuera varón sería diferente. Se que cuando un día perdés a tu viejo sentís que si no te parás de manos la vida misma te come. Crecés de golpe y tenés que aprender sola el sutil arte de no bajar la guardia y abrazar al compañero.


Y se que cuando y aún ahora todo ese futuro que a los 37 puede ser todo o nada se parece a la incertidumbre con la que dijeron que debíamos aprender a ser felices, como sea, la memoria sirve y me sirve para que podamos hacernos cargo y seguir, mirar a un futuro libre con todo lo que eso implica. Para que ya no salga sangre. Aunque el tajo quede igual, marcado, ahí, jodiendo metido en el medio del alma.

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